Notas de miércoles

Hola, soy Barcha.

Hoy te envío dos artículos, muy distintos entre sí, pero curiosamente conectados por algo en común: cómo funciona realmente el cerebro cuando intentamos cuidarnos.

En el primero, con humor y algo de neurociencia evolutiva, te cuento por qué los propósitos de Año Nuevo suelen fracasar antes de febrero.

En el segundo, escribo de lo que más me gusta, después de “hacerle chiste a todo”: saborear un buen café. Bajo un tono más sensorial y evidencia clínica sólida, te llevo a una taza de café muy especial: un café de Boyacá, proceso lavado, bourbon amarillo, con notas a mandarina.

Dos lecturas distintas.
Una idea común: cuidar la salud sin castigarse y con un poco más de disfrute.

del 31 de diciembre
El propósito

Cada 31 de diciembre ocurre el mismo experimento humano a gran escala: millones de personas hacen propósitos… que la mayoría mueren antes de febrero, algunos incluso antes de quitar el arbolito. Los datos son crueles: más del 80% se abandona en las primeras 6–8 semanas. No porque falte carácter, sino porque solemos proponernos cambios tan duros que el cerebro apenas oye “este año voy a cambiar todo”, activa una alarma interna muy antigua.

Ese cerebro no piensa en calendario, piensa en supervivencia. Para él, un cambio brusco suena igual que cuando nuestro antepasado salía de la cueva a las 5:15 de la mañana, con frío, oscuridad y hambre, rumbo a una zona desconocida “a explorar oportunidades para el clan”. Traducción biológica: peligro. Riesgo. Gasto de energía. Resultado: cortisol arriba, alerta máxima y una sensación interna de esto no me gusta nada.

Ahí empieza el sabotaje elegante. Duermes peor, tienes más hambre, menos paciencia y cero tolerancia a la vida moderna. La fuerza de voluntad dura lo mismo que la antorcha del antepasado: un rato. Y cuando el cambio se plantea como castigo —dietas extremas, rutinas imposibles, horarios inhumanos— el cuerpo no coopera. Se defiende. El cortisol se pone casco y lanza, y gana. Siempre gana.

Por eso este año hice algo revolucionario: solo me propuse una cosa. Una. Terminar mi libro en febrero… y no revisarlo más (esto último pone a prueba cualquier sistema nervioso). Nada de listas heroicas ni promesas épicas. Un objetivo concreto, finito y compatible con un cerebro que solo quiere una cosa: sentirse a salvo. Porque los cambios que funcionan no son los que emocionan en enero, sino los que no activan el modo cueva en marzo.

del Consultortio
Uf.., que café de bueno!

Ayer, una de las parejas que más quiero, Jorge Rodriguez y su esposa Nelly me dieron un regalo que, para mí, vale mucho: un café de su finca en Boyacá, a 1.300 metros sobre el nivel del mar, de proceso lavado, variedad bourbon amarillo y tostión media. Apenas abrí la bolsa, el aroma fue una declaración de intenciones: limpio, elegante, con recuerdos… como cuando te despertabas en la infancia y recordabas que no había clase. Esa sensación inmediata de alegría, de juego, de oportunidades abiertas, como si el día entero estuviera disponible y nadie te estuviera apurando.

Lo preparo con cariño casi clínico: 15 gramos del café en 210 cc de agua y método V60. En la taza aparece una nota clara a mandarina, y no es casualidad: los cafetales crecen entre mandarinos y naranjos, y ese entorno termina viajando hasta el paladar. La acidez se percibe primero en los bordes laterales de la lengua, luego aparece un dulzor suave en el centro y, al final, queda una sensación limpia en la parte posterior, sin amargor ni asperezas. Es un café que no empuja, acompaña.

Que sea proceso lavado explica esa claridad. Al retirar la pulpa antes del secado y controlar la fermentación, el grano expresa mejor su origen: sabores definidos, acidez brillante y un perfil elegante. La tostión media hace el resto: desarrolla los azúcares sin quemar el carácter del grano. El bourbon amarillo se deja reconocer sin disfraz, con cuerpo amable y aroma honesto. No necesita azúcar, ni argumentos defensivos.

Ahora, más allá del placer —que ya sería suficiente— el café tiene respaldo clínico serio. Estudios poblacionales grandes muestran que quienes consumen 2 a 4 tazas de café al día tienen menor tasa de mortalidad total, algo poco común en nutrición. En metabolismo, el consumo habitual se asocia con menor riesgo de diabetes tipo 2, incluso con café descafeinado, lo que señala a los polifenoles (ácidos clorogénicos) como protagonistas: mejoran la sensibilidad a la insulina, reducen inflamación y modulan la absorción de glucosa.

El hígado, ese órgano silencioso, es quizás el más agradecido. El café se asocia con menor riesgo de hígado graso, fibrosis, cirrosis e incluso cáncer hepático, y con niveles más bajos de enzimas hepáticas. En lo cardiovascular, el mito quedó atrás: el consumo moderado no aumenta el riesgo de infarto ni de ACV y, de hecho, se asocia con menor riesgo. En el cerebro, la cafeína mejora atención y estado de alerta, mientras que el hábito cafetero se relaciona con menor riesgo de Parkinson y Alzheimer. No es magia: es bioquímica constante y bien estudiada.

Así que cuando me tomo el café de Jorge y Nelly, no solo disfruto una taza bien hecha con mandarina en la lengua y recuerdos de infancia sin clase. Estoy practicando autocuidado con evidencia, sin culpa y con gusto. Porque la salud no siempre viene en cápsulas: a veces viene en una taza caliente, bien preparada… y compartida.

Hasta el próximo sábado,
Barcha