🌴 Notas del fin de semana
Hola, soy Barcha.
Este sábado conversamos sobre cuatro temas que parecen distintos, pero tienen algo en común: tu cuerpo sigue viviendo en modo antiguo.
🏋️ Hago ejercicio y no bajo: sudar cansa, pero no siempre adelgaza; el peso no negocia con el esfuerzo, negocia con la biología.
☀️ El sol y la glucosa: no, no es solo vitamina D; la luz también le habla a tus hormonas y a “cómo manejas el azúcar”.
😐 “Tienes cara de cortisol”: cuando el estrés no solo se siente por dentro, sino que se instala en la cara, el gesto y la sonrisa que nunca aparece.
🟠 Parte de tu infancia fue en los 70s?: crecimos sin pantallas, con bicicletas, aburrimiento creativo y consecuencias reales… y ese entrenamiento todavía vive en tu cerebro.
Durante años vendimos una idea muy atractiva: entre más ejercicio hagas, más peso bajas. El problema es que el cuerpo humano no funciona como una calculadora de calorías. La evidencia científica muestra que, cuando una persona hace ejercicio sin cambiar su alimentación ni su descanso, la pérdida de peso suele ser modesta. En la mayoría de estudios, el ejercicio por sí solo explica apenas un 10–20 % de la reducción de peso total. No es falta de disciplina: es biología pura.
El cuerpo compensa. Cuando te mueves más, aumenta el hambre, mejora la eficiencia energética y, en algunas personas, reduce el gasto basal como mecanismo de defensa. Por eso muchos pacientes sudan, se esfuerzan… y la báscula no se inmuta. El ejercicio sigue siendo fundamental para la salud cardiovascular, la masa muscular y el mantenimiento del peso perdido, pero no es el director de la orquesta. El verdadero cambio ocurre cuando el mensaje hormonal —insulina, cortisol, sueño y estrés— empieza a tocar la melodía correcta.
Referencias
Johns DJ, et al. Diet or exercise interventions vs combined behavioral weight management programs: a systematic review and meta-analysis. Obesity Reviews, 2014.
Swift DL, et al. The role of exercise and physical activity in weight loss and maintenance. Progress in Cardiovascular Diseases, 2018.
Del sol y la luna
El sol también habla con tu glucosa

Durante años dijimos que el sol servía básicamente para dos cosas: para ponerse moreno y para fabricar vitamina D. Punto. Pero el cuerpo humano no es tan minimalista. La luz solar es una señal metabólica potente, algo así como un WhatsApp biológico que le avisa al cuerpo: “Buenas, buenas… es hora de manejar la glucosa con un poco más de orden”. Reducir todo ese efecto a una sola vitamina es como creer que el Wi-Fi solo sirve para mandar correos.
Cuando la luz del sol entra por los ojos —sobre todo en la mañana— el cerebro ajusta el reloj interno que decide a qué hora se libera insulina, cuándo sube el cortisol y cuándo debería estar dormida la melatonina. Si ese reloj anda atrasado, como pasa cuando vivimos encerrados entre pantallas -vida indoor, dirían algunos- la glucosa empieza a comportarse mal, como niño con exceso de azúcar. Y, mira, la luz solar también libera óxido nítrico desde la piel, una molécula que mejora la sensibilidad a la insulina y la líbido!.
Así que no, no se trata de “tomar sol para curar la diabetes” ni de salir a la calle en traje de baño. Se trata de entender que vivir permanentemente bajo luz artificial tiene consecuencias metabólicas reales. A veces, una caminata corta al sol de la mañana, con brazos y piernas descubiertas, ayuda más a la glucosa que otro suplemento caro comprado por internet. El cuerpo agradece cuando alguien, al menos una vez al día, abre la cortina..
Referencia
Mason IC, et al. Light exposure and glucose metabolism. Diabetes Care, 2020.
De hormonas
🔥 Cara de CORTISOL

Alguna vez alguien te ha dicho: “¿Todo bien? Tienes una cara…” Bueno, puede que no sea solo intuición social. El cortisol —la hormona del estrés— también se manifiesta en el rostro: ceño fruncido permanente, mandíbula apretada, mirada de lunes eterno. En mi investigación para el libro sobre cortisol me encontré con algo que me dejó pensando: la ausencia de risa y de expresiones agradables no es neutra, tiene consecuencias hormonales medibles. En otras palabras: no es que estés de mal genio… es que tu cortisol ya se tomó la cara.
La ciencia es clara y, curiosamente, bastante divertida. Estudios clínicos muestran que la risa genuina puede reducir los niveles de cortisol hasta en un 20–30 % en comparación con situaciones neutras. No estamos hablando de terapia intensiva con payasos (aunque podría ayudar), sino de algo más simple: reírse activa el sistema nervioso parasimpático, ese que le dice al cuerpo “tranquilo, no estamos siendo perseguidos por un león”. Cuando no sonríes nunca, el cerebro asume que el león sigue ahí… aunque tu estés sentado en el sofá viendo noticias.
Lo interesante es que no hace falta estar feliz para sonreír. Incluso la sonrisa “provocada” —esa que aparece primero en la cara y luego en el ánimo— puede generar cambios fisiológicos reales: baja el cortisol, suben endorfinas y el cuerpo afloja. Hay estudios con yoga de la risa (sí, existe, y no, no es un chiste) que muestran reducción del cortisol incluso cuando la risa empieza de forma artificial. El cuerpo, al parecer, no distingue muy bien entre una carcajada espontánea y una bien actuada… pero sí agradece ambas.
Así que cuando digo “tienes cara de cortisol” no es una crítica estética, es casi un diagnóstico con sentido del humor. Vivir serio todo el día, sin sonreír, sin reír, sin gestos amables, no es neutral para tu metabolismo. Sonreír no soluciona todos los problemas, pero desde el punto de vista hormonal es como abrir una ventanita de alivio al estrés crónico. Y a veces, para bajar el cortisol, no necesitas más disciplina… necesitas reírte un poco más de la vida.
Referencias
Kramer CK et al. Impact of laughter on cortisol levels: systematic review and meta-analysis. BMJ Open, 2023.
Berk LS et al. Neuroendocrine and stress hormone changes during mirthful laughter. American Journal of the Medical Sciences, 1989.
Meier M et al. Laughter yoga reduces cortisol response to acute stress. Complementary Therapies in Medicine, 2020.
Analógicos y digitales
Crecimos sin Wi-Fi… y aquí estamos

Pongamos el reloj en perspectiva. Desde la Edad de Piedra hasta los años 70 pasaron unos 2,5 millones de años. Desde los 70 hasta que empezamos a vivir pegados al celular y a la internet… 50 años. Es decir, el cerebro humano evolucionó para sobrevivir a tigres dientes de sable, glaciaciones y hambrunas, y de repente le pedimos que maneje notificaciones, correos urgentes y grupos familiares a las 11 de la noche. Si creciste en los 70, te entrenaron para un mundo… y ahora debes rendir en otro completamente distinto.
En esa época la independencia infantil era radical. Yo, por ejemplo, a los 10 años, vivía en Santa Marta y salía en bicicleta con mis amigos rumbo a Bahía Concha. Kilómetros bajo el sol, aventuras varias y cero GPS. Lo verdaderamente increíble no era el paseo… era que mis padres no sabían. Nadie compartía ubicación, nadie llamaba cada media hora, nadie entraba en pánico. Salíamos y volvíamos. Y aunque hoy eso sonaría a negligencia parental, en realidad nos enseñó a confiar en nuestro criterio, a evaluar riesgos y a resolver problemas sin un adulto respirándonos en la nuca.
La comunicación también era otra cosa. Si quería hablar con mi mejor amigo de infancia, Julio Linero, no había mensajes ni emojis: era cara a cara. Tocaba ir a su casa, saludar primero a su mamá o a su papá… o a María Isabel, su hermana, quien hacía que la visita fuera aún más interesante. No existía el “buzón de voz”. Existía la conversación real, sin filtros, sin edición, con silencios incómodos incluidos. Así aprendimos a leer gestos, tonos de voz y miradas. Por eso hoy, cuando alguien nos envía un audio de tres minutos para decir “ok”, sentimos que algo no cuadra.
También crecimos entendiendo que la vida venía con consecuencias reales, no con protocolos emocionales. Si llegabas a la casa magullado después de una pelea en un partido de fútbol, no había comité interdisciplinario. En mi caso, mi papá solía decir algo así como: “Bueno…, aprende a boxear y, en la próxima, que Carli (mi hermano) te acompañe.. por si acaso”. Fin de la intervención. Nada de psicoterapia, nada de “voy hablar con el rector”. Hoy suena brutal, pero en su momento nos enseñó responsabilidad, resiliencia y algo clave: que el mundo no se adapta a ti… tú te adaptas o moldeas tu mundo.
Y claro, no había entretenimiento infinito. Si estabas aburrido, te tocaba inventar algo. Juegos infinitos (La Lleva, El escondido, El trompo), libros, historias, conversaciones largas o simplemente pensar. Hoy sabemos que el aburrimiento es esencial para la creatividad y la autorregulación emocional. Por eso quienes crecimos sin pantallas podemos sentarnos tranquilos, mientras otros sienten ansiedad si el celular se queda sin batería. No es superioridad moral… es entrenamiento neurológico accidental.
Finalmente, somos una generación particular: crecimos analógicos, pero envejecimos digitales. Somos inmigrantes tecnológicos. Sabemos cómo era la vida antes de la internet y cómo es ahora. Eso nos permite usar la tecnología con criterio, no por reflejo. No la idolatramos, pero tampoco la rechazamos. Sabemos que ayuda… y sabemos que cobra factura. El reto no es vivir anclados al pasado ni pelear con el presente, sino integrar lo mejor de ambos mundos. Porque en esta era de estrés crónico, cortisol alto y pantallas infinitas, esa infancia sin Wi-Fi nos dejó algo muy valioso: criterio, resiliencia y sentido común.
Hasta el próximo miércoles,
Barcha


