📄 Notas del miércoles
👉 Salas de esperas “sin alma”.
👉 Causa de infarto.. “estar vivo”.
👉 Cuando la amígdala cerebral decide por ti.
👉 El Zinc no debe faltar en tu vida sexual.
👉 Ese dolor es ardiente, quemante, eléctrico y punzante.
De la “pre-atención”
Cuando las salas de espera tenían revistas .. y alma

Recientemente estuve en la consulta de valoración anual que hace mi médico de cabecera. Mientras esperaba en la sala, en silencio, sin revistas y con una pantalla que cambiaba entre frases motivacionales genéricas y paisajes perfectamente irrelevantes, me llegó un recuerdo nítido de mi infancia: en Santa Marta, durante las vacaciones, mi papá organizaba la cita con el Dr. Otoniel Cortina, médico de nuestra familia. Íbamos mis hermanos Carlos, Martín y yo; y aunque sabíamos que nos tocaría la vacunación de rigor —la clásica inyección en el brazo—, eso no importaba. El Dr. Cortina, médico del Unión Magdalena, siempre nos daba un dulce… y además nos regalaba la entrada al estadio para ver jugar al Unión. Así, cualquiera iba feliz al médico.
En ese entonces, el consultorio no era un lugar de tensión, sino de promesas. Bata blanca, dulce en el bolsillo y fútbol en el horizonte. Años después, ya con más malicia y menos ingenuidad infantil, supe la verdad completa: mi papá era el verdadero artífice de las boletas, el Dr. Cortina ponía el encanto, pero el estratega silencioso era él. Nunca supe si se dio cuenta de que yo lo sabía. Esa pequeña conspiración familiar logró algo extraordinario: que yo asociara la medicina no con miedo, sino con cuidado, cercanía… y celebración.
Otros recuerdos se mezclan con esos ambientes de antaño. Mientras esperabas, oías el ruido del aparato que usaban los odontólgos para “taladrar” los dientes dañados, la temida “fresa”, y los quejidos amortiguados del paciente de al lado. Era una banda sonora inquietante, pero también parte del ritual. Uno aprendía, sin saberlo, que la salud venía con sonidos, olores y pequeñas pruebas de valor. Hoy lo llamaríamos “experiencia del paciente”; entonces era simplemente la vida pasando.
Cuando tuve mi primer consultorio, por allá en 1991, mi madre lo decoró con su colección completa de revistas Cromos de los años 70 y 80. Eran una joya. Varios pacientes me confesaban —sin pudor— que iban más por leer esas revistas que por mí. Y más de una vez una paciente me dijo en voz baja, casi conspirando: “Doctor, creo que a usted se le va a perder esta Cromos, y me la mostraba ya dentro de su cartera”.
Hoy los consultorios son más elegantes, más patrocinados —llenos de afiches de vacunas y servicios— o más minimalistas, casi asépticos de recuerdos. Pero sigo creyendo que lo que realmente permanece no es el ruido de la fresa, ni el pinchazo de la vacuna, ni siquiera esas revistas ya ausentes, sino esa sensación de que entrar a un consultorio podía ser, de alguna manera, un buen plan.
Tal vez por eso, cuando estuve en esa sala de espera moderna, silenciosa y perfectamente ordenada, sentí que algo se quedó en el camino. No era desorden, ni atraso, ni falta de tecnología: era calidez. Era saber que alguien te conocía, que el lugar tenía historia, que la espera no era tiempo perdido sino parte del encuentro. Para quienes fuimos atendidos en esos consultorios, ir al médico no era solo resolver un problema de salud; era un acto casi doméstico, humano, cercano. Y aunque el progreso nos ha dado mucho —y lo agradecemos—, hay una certeza que muchos compartimos en silencio: algo debemos cambiar en las salas de espera.
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De los amigos….
Si estás vivo, este podcast es para ti
Ayer subí un podcast que te va a dejar pensando: “Completamente sano”… y aun así, infartado. Mi gran amigo, el Dr. Ricardo Vélez, médico, no fumador, no bebedor de alcohol, no trasnochador —aburrido, dirían algunos; candidato a vivir más, diría la ciencia-, sin hipertensión, sin diabetes, sin obesidad… y en febrero del 2024, estando en casa con Netflix estuvo a punto de convertirse en su último día.
En este episodio él me acompañó y narró sin adornos, su experiencia dolorosa; cómo reconoció que algo no estaba bien y qué decisiones lo salvaron de morir para continuar casado, “según su esposa”.
Y aquí viene lo serio: mientras tú lees este párrafo, alrededor de 20 personas están sufriendo un infarto en algún lugar del mundo. Y, la parte más dura, aproximadamente el 50% no alcanza a llegar a urgencias porque muere antes, y muchos de los que sí llegan lo hacen tarde, perdiendo la “ventana de oportunidad” para evitar complicaciones futuras.
Si tú o alguien en tu familia tiene más de 40–50, antecedentes familiares, hipertensión, prediabetes/diabetes o simplemente quieres aprender a reconocer síntomas típicos y atípicos (y qué hacer sin perder tiempo), 👉 este episodio es para ti.
Cosas de nuestro pasado en la edad de piedra
El día que el estrés tomó una decisión por ti

Todos hemos tenido uno de esos días.
Días en los que el teléfono no deja de sonar, el correo se acumula, alguien te escribe “necesito hablar con usted” y tu cuerpo ya sabe que no es para felicitarte.
En ese contexto, tomas una decisión. Rápida. Firme. Convencido.
Y horas después —a veces minutos— te preguntas en voz baja:
“¿Por qué hice eso?”
No fue torpeza.
No fue mala intención.
Fue estrés.
La ciencia lo ha demostrado con una claridad casi cruel: cuando estamos estresados, nuestro cerebro cambia la forma de decidir. No es que pensemos menos; es que pensamos como si estuviéramos en peligro, aunque el mayor riesgo real sea un correo mal respondido. Un estudio publicado en Psychological Science mostró que, bajo estrés, las personas toman decisiones más impulsivas… y, lo más inquietante, se sienten más seguras de ellas, incluso cuando son malas.
Cuando la amígdala se siente gerente
En condiciones normales, la corteza prefrontal —esa parte del cerebro que razona, evalúa, duda y frena— va al mando. Pero cuando el estrés aparece, la amígdala cerebral (esa alarma primitiva encargada de detectar amenazas) se adelanta, empuja al hipotálamo, activa el cortisol y dice:
“Gracias, yo me encargo. No hay tiempo para pensar.”
Ese sistema fue una maravilla evolutiva. Gracias a él nuestro antepasado no se ponía a pensar si el ruido era un tigre dientes de sable o no: primero corría, después miraba.
El problema es que hoy el cerebro reacciona igual ante una reunión incómoda, una discusión familiar o una decisión financiera.
Y entonces decides rápido.
Hablas sin filtrar.
Aceptas lo que no debías aceptar.
Y lo haces con una convicción admirable… e injustificada.
El combo peligroso: malas decisiones + exceso de confianza
El estudio encontró algo fascinante:
👉 cuanto más estresada estaba la persona, menos analizaba… pero más convencida estaba de haber decidido bien.
Es decir, el estrés no solo reduce la calidad de la decisión, sino que aumenta la soberbia interna.
El cerebro, bañado en cortisol, no dice “no sé”.
Dice: “Estoy seguro. Punto.”
Y ahí nacen discusiones innecesarias, errores persistentes y decisiones que uno defiende con pasión… hasta que el cortisol baja y aparece el arrepentimiento.
No es carácter, es fisiología
Esto no tiene que ver con ser impulsivo, inmaduro o “malo decidiendo”.
Tiene que ver con un sistema diseñado para urgencia, no para sabiduría.
Bajo estrés, la corteza prefrontal se inhibe, la memoria de trabajo se reduce y el cerebro usa atajos antiguos. Por eso repetimos errores, reaccionamos como siempre juramos que no volveríamos a reaccionar y tomamos decisiones que no encajan con la persona que creemos ser.
La buena noticia es que esto no es irreversible.
Cuando el cortisol baja, el cerebro vuelve a pensar mejor.
Recupera la pausa, la perspectiva y la capacidad de decir: “Espera… mejor no.”
Cierre
Si alguna vez tomaste una mala decisión con absoluta seguridad, no te castigues tanto. Probablemente no estabas siendo tú.
Estabas siendo un cerebro antiguo, bien intencionado, tratando de salvarte de un peligro que solo existía en su imaginación.
Aprender a reconocer ese momento —y a no decidir cuando el estrés está al mando— cambia la calidad de la vida.
Y, justamente, este secuestro de la toma de decisiones por el estrés es uno de los temas que desarrollo con calma en mi libro (que pronto les compartiré) sobre el cortisol.
Referencia bibliográfica
Hammond, K., & Pfaff, D. (2024). Stress-induced shifts in decision-making strategies and confidence. Psychological Science.
Alrededor de los 50s
Zinc en los 50s: menos drama, más despensa

Después de los 50, el cuerpo deja de mandar señales sutiles y empieza a enviar circulares internas. En los hombres, el zinc es casi un mineral “de mantenimiento mayor”. La próstata es uno de los órganos con mayor concentración de zinc, y cuando este escasea, la cosa se empieza a notar: chorro tímido, idas nocturnas al baño y esa sensación de que la vejiga ya no coopera como antes. No es que el zinc sea magia, pero cuando falta, la próstata se pone caprichosa.
En el tema de fertilidad masculina —sí, incluso después de los 50— el zinc sigue jugando. Interviene en la producción y calidad de los espermatozoides y en la síntesis de testosterona. No promete hazañas olímpicas, pero ayuda a que el sistema no funcione en “modo ahorro de energía”. Muchos hombres que se sienten cansados, con menos empuje o con la sensación de “antes rendía más”, no siempre tienen un problema hormonal grave… a veces les falta zinc y les sobra estrés.
Y ojo con las mujeres, que aquí el zinc tampoco se queda corto. Después de la menopausia, el zinc participa en la salud ósea, la piel, el cabello, las uñas y el sistema inmune. Cuando está bajo, aparecen las infecciones repetidas, la piel que pierde brillo, el cabello más frágil y esa sensación de que el cuerpo tarda más en recuperarse de todo. No es envejecimiento “normal”: muchas veces es déficit silencioso.
Además, en mujeres +50, el zinc apoya la función cognitiva y el estado de ánimo. No quita los olvidos selectivos (esos siguen siendo parte del encanto), pero sí ayuda a que el cerebro no funcione con batería baja. En resumen: después de los 50, el zinc no es un lujo ni un suplemento de moda. Es como revisar el aceite del carro: nadie lo nota cuando está bien… pero cuando falta, todo empieza a hacer ruido.
La buena noticia es que el zinc no es exigente. No pide rituales, ni batidos raros, ni cápsulas carísimas. Empieza en el plato. En hombres +50, la carne roja magra (2–3 veces por semana), el pollo, el pescado y, si quieres lucirte, los mariscos —especialmente ostras— son auténticas cuentas de ahorro de zinc. No hace falta comer como marinero jubilado, pero sí recordar que el cuerpo masculino necesita proteína animal real para mantener a raya a la próstata y al eje hormonal.
Para mujeres +50, el zinc también está bien servido en huevos, lácteos, frutos secos (almendras, nueces), semillas de calabaza y ajonjolí y legumbres. Aquí un tip sencillo: remojar las legumbres y las semillas antes de cocinarlas mejora la absorción del zinc, porque reduce esos “antinutrientes” que le hacen la vida difícil al intestino. Cocina de abuela… pero con respaldo científico.
En bebidas, no hay pócimas mágicas, pero sí enemigos claros. El exceso de alcohol reduce la absorción de zinc, y el abuso de café o té justo con las comidas también puede interferir. Traducción amable: el vino va mejor lejos de la cena diaria, y el café… disfrútalo, pero no como acompañante fijo del almuerzo. El agua sigue siendo la mejor aliada, aunque no salga en comerciales.
¿Y suplementos? Aquí va la regla Barcha: alimento primero, cápsula después. Si se suplementa, que sea con zinc elemental entre 10–25 mg al día, preferiblemente en formas bien absorbibles como picolinato, citrato o bisglicinato. Evita megadosis “porque sí”: mucho zinc puede bloquear el cobre y traer problemas nuevos. Y ojo con los multivitamínicos que traen dosis simbólicas… ni quitan ni ponen.
En resumen: después de los 50, el zinc no es para volverse joven otra vez; es para no envejecer a trompicones. Con comida real, menos excesos líquidos y, si hace falta, un suplemento bien elegido, muchos de esos ruidos del cuerpo bajan el volumen. No es magia… es mantenimiento inteligente.
La Culebrilla
Las lesiones se van pero … el dolor NO

¿Has notado que hay dolores que son educados y se van cuando uno les abre la puerta… y otros que se instalan como ese invitado incómodo que no sabe leer señales sociales? Bueno, la neuralgia postherpética es exactamente eso: el recuerdo ardiente y punzante que deja la culebrilla, conocida técnicamente como herpes zóster, zóster, y entre pacientes como culebrina o fuego de San Antonio… según el país y la abuela que te lo explica. La erupción desaparece, sí, pero el dolor—ese dolor—se instala.
Quien lo ha tenido sabe que no es un dolor “normal”. Es un dolor que quema, punza, rompe y martilla al mismo tiempo. A veces basta que roce la ropa para que la persona sienta como si le estuvieran pasando corriente. Otras veces el dolor es intermitente, como si los nervios estuvieran enviando mensajes en código Morse: “S-O-C-O-R-R-O”. Es tan particular que siempre digo que el zóster es la única enfermedad capaz de convertir a alguien en poeta: “Doctor, siento como si en una noche silenciosa me pasaran una cuchilla muy afilada, caliente y con sevicia por la piel”.
¿Por qué pasa esto?
El virus de la varicela no desaparece del todo después de la infancia; se queda “guardado” en los ganglios nerviosos, como una deuda olvidada… hasta que un día se activa. Y cuando lo hace te lo cobra eligiendo un dermatoma, es decir, el territorio específico de piel que depende de un nervio. Por eso el herpes zóster avanza en forma de franja, como si ese nervio tuviera una línea fronteriza bien marcada. El dermatoma, en términos coloquiales, se comporta como un territorio de piel con límites claros cuyo dueño es un nervio.
Al reactivarse, el virus viaja por ese nervio hacia la piel, produciendo la erupción y una inflamación intensa. El problema es que en ese recorrido maltrata el cableado. Las fibras nerviosas quedan irritadas, hipersensibles, “resentidas”. Entonces, cuando la piel ya sanó y la erupción desapareció, el nervio sigue mandando señales de dolor, ardor o descarga eléctrica… aunque la piel haya sanado. Es como si el sistema eléctrico de la casa hubiera tenido un cortocircuito: arreglas el bombillo, pero los cables siguen chispeando por dentro.
Por eso la neuralgia postherpética no es un dolor imaginado ni exagerado. Es un nervio herido, que quedó disparando señales. Y mientras no se calme ese dermatoma —ese territorio nervioso que quedó alterado—, el dolor insiste, recuerda y se hace sentir.
El diagnóstico suele ser clínico: basta ver la típica erupción en “franja” o “cinturón” y, si el dolor continúa semanas después, ya sabemos hacia dónde va la película. No se necesitan exámenes sofisticados; lo que se necesita es que el paciente cuente su síntoma: “Doctor, ya no tengo nada en la piel, pero el dolor me está volviendo loco”. Y ese es el momento en que uno detecta la neuralgia postherpética.
El tratamiento combina varias herramientas: desde medicamentos antivirales (al comienzo de la erupción), hasta medicamentos para el dolor neuropático como gabapentina o pregabalina, analgésicos, parches de lidocaína, crema de capsaicina y, en casos seleccionados, bloqueos nerviosos. La meta no es solo quitar el dolor, sino bajarle el volumen al sistema nervioso. Y como siempre digo a mis pacientes: aquí no gana el que aguante dolor, sino el que busca ayuda temprano. Yo, y muchos colegas, nos apoyamos en una técnica de medicinas complementaria llamada terapia neural que puede acelerar la recuperación. No es magia ni milagro, es neurofisiología pura: pequeñas infiltraciones que “reordenan” la señal eléctrica del nervio.
Si te dio culebrilla y el dolor no se ha ido, no es que estés exagerando: es que los nervios quedaron traumatizados. Y hay tratamiento. No te resignes a vivir con eso.
Y sí, hay vacuna… y vale la pena hablar de ella
La buena noticia es que hoy tenemos vacuna contra el herpes zóster. Y no es una vacuna simbólica: reduce de forma importante el riesgo de que aparezca la culebrilla y, sobre todo, disminuye mucho la probabilidad de sufrir neuralgia postherpética, que es lo verdaderamente incapacitante. Es decir, no solo busca evitar el brote en la piel, sino ese dolor persistente que queda como recuerdo no deseado.
¿Quiénes tienen prioridad? Primero, personas mayores de 50 años, incluso si ya tuvieron varicela en la infancia (que somos casi todos). Segundo, quienes tienen sistemas inmunes debilitados: pacientes con diabetes mal controlada, cáncer, enfermedades autoinmunes, uso prolongado de corticoides, trasplantes o tratamientos inmunosupresores. Y tercero —muy importante—, quienes ya tuvieron herpes zóster una vez, porque el virus puede reactivarse de nuevo. Sí, el invitado puede volver.
La vacuna no es para salir corriendo a ponérsela sin pensar, pero sí es una conversación que vale la pena tener con tu médico. Especialmente en personas que dicen: “Doctor, yo no quiero pasar por eso nunca más”, después de haber visto o vivido un zóster complicado. Y aquí va algo clave: vacunarse no significa que nunca vaya a pasar, pero sí significa que, si pasa, suele ser más leve y con menos riesgo de dolor crónico.
Por eso es importante entender que no es 100 % efectiva. Algunas personas vacunadas pueden presentar herpes zóster, pero generalmente de forma más leve, con menos lesiones, menor duración y —lo más importante— mucho menor riesgo de neuralgia postherpética, que es lo que realmente afecta la calidad de vida. Dicho de otra forma: la vacuna no siempre evita el problema, pero sí evita que el problema se vuelva grande.
También hay que saber que la respuesta a la vacuna depende de la edad y del estado del sistema inmune. En personas mayores o con defensas bajas, la protección puede ser menor que en adultos jóvenes, pero aun así el beneficio sigue siendo significativo. No es un “todo o nada”; es una reducción clara del riesgo y de las complicaciones.
Así que el mensaje correcto no es “me vacuno y me olvido del tema”, sino: me vacuno para tener mejores cartas si el virus intenta jugar. En medicina preventiva, eso es ganar ventaja. Y en el herpes zóster, tener ventaja puede marcar la diferencia entre un episodio manejable… y un dolor que se queda demasiado tiempo.
Hasta el próximo viernes,
Barcha


